Un recuerdo de las estrellas

Por: Óscar Abel Ruiz Ávila

Era una noche fría de diciembre, las fiestas favoritas de Ana estaban a la vuelta de la esquina. Frente a la chimenea, ella y su abuelita se encontraban bastante felices, pues disfrutaban de la música del tocadiscos, bailaban mientras escuchaban dulces baladas clásicas, esas que hacían sentir joven de nuevo a Doña Luz.

Desde el comedor se escucha un grito que las llama a cenar, la madre de Ana había preparado el platillo favorito de la familia, olía tan delicioso, era la misma sensación que oler una flor bajo el sol de verano, pero esa no se puede comer, claro. En la mesa, los adultos comenzaron a hablar sobre las festividades que se aproximaban, pero Ana, perdida en el delicioso sabor de cada bocado que comía, no pudo prestar atención a la conversación.

Al terminar la cena, la pequeña dejó su plato en la cocina y se olvidó de lavarlo, como solía pasar algunas noches. Se cepilló los dientes con una delicadeza excepcional, pues su madre era dentista y le había informado bien lo que sucedería si no tenía cuidado. Se lavó la cara, tiró una sonrisa picarona al espejo y volvió a su habitación para dormir, pero no lo logró.

El brillo de las estrellas le impidieron conciliar el sueño, pues parecía que éstas brillaban con una peculiaridad aquel día. Para ella era como disfrutar una obra de arte, podía pasar horas y horas admirando el cielo, pero en especial aquellos destellos esparcidos por la galaxia, tan lejanos, y tan hermosos. Al escuchar la puerta abrirse, de manera increíblemente rápida, Ana se envolvió en las cobijas y cerró los ojos. “Dulces sueños mi niña” escuchó decir a su abuelita mientras volvía a cerrar la puerta, fueron como palabras mágicas para ella, pues en pocos minutos, cayó dormida cual bella durmiente.

Los días pasaron, hasta que llegó la noche buena y todos estaban contentos de pasar un momento tan grato en familia. Doña Luz había preparado un regalo para Ana, fue tan apresurada a su habitación muy entusiasmada para que su nieta viera lo que le había hecho, que casi tropieza. Al volver a donde estaban todos, le mostró a Ana el suéter que le había tejido, ella agradeció, tomó el regalo, y se puso contenta al saber que su suéter hacía juego con el de su abuela.

Pasaron el resto de la velada contando historias de navidades pasadas, carcajada sobre carcajada y recuerdo sobre recuerdo, pero las memorias fueron interrumpidas por Ana, quien estaba impaciente de irse a dormir, pues sabía que apenas se levantara, podía ir a ver los regalos que Santa había dejado bajo su árbol de navidad. Así fue como sin decir más, Ana corrió a su cuarto y se tiró en la cama como si hubiera trabajado doce horas seguidas sin descanso. Esa noche, ni las estrellas, ni el sonido del viento golpeando la ventana, pudieron mantener despierta a la niña.

Apenas dieron las ocho de la mañana, Ana se despertó, pues el olor del chocolate caliente que preparaba su madre había llegado hasta su recamara, sentada y limpiándose los ojos con los puños, sostenía una gran sonrisa en su rostro. Tomó un baño rápido, lo suficiente para que el chocolate servido no se enfriara, cepilló su cabello y se dirigió a la sala.

Esta vez no había más que un regalo, pero no le importó pues se veía de gran tamaño.

Como cada año, esperó a que todos terminaran el desayuno, pero se sorprendió al ver que su abuelita ni siquiera había salido de su habitación. No le dio tanta importancia, pues el regalo esperaba y ella también. Cuando finalmente abrió la caja que posaba a un lado del pino, se dio cuenta de que era el mejor regalo que había recibido, era un telescopio. Estaba tan entusiasmada por probarlo, que fue directo a mostrarle a su abuelita y pedirle que lo probaran esa noche.

Ana la notó un poco cansada y desanimada, y lo primero que le vino a la mente fue que quizás había dormido muy tarde. Corrió al patio con su papá para iniciar a armar el telescopio.

Su emoción por poder ver de cerca aquello que en las noches la acompañaba desde lejos era tan grande, que decidió dormir para que el tiempo pasara más rápido.

Cuando despertó y por fin podía disfrutar el cielo oscuro, llamó a su abuelita y juntas salieron a ver las estrellas. Compartían esa admiración por el universo, y eso era lo que las hacía tan unidas.

En la madrugada, un azotón de puerta logró hacer que la pequeña abriera sus ojos, y que un poco asustada, saliera a ver que pasaba.  Con la confusión de ver a su madre llorar, le pregunto qué era lo que pasaba.

Entre lágrimas, su madre le contestó que su abuelita había sido llevada al hospital, no tardó ni un minuto en que Ana acompañara a su mamá en el llanto.

Pasaron los días, y la peor noticia llegó, Doña Luz había partido, ahora se encontraba descansando en el cielo. El funeral fue tan melancólico, que los sollozos duraron largas horas.

La vibra en el hogar de la familia era un poco diferente, ya no era tan cálido, pero se mantenía el amor que los unía.

El 31 de diciembre, a la media noche, Ana decidió salir al patio, llevaba puesto aquel suéter que recibió una semana atrás, y llevaba consigo el de su abuelita, pues aún quedaba impregnado en él, el perfume que a la pequeña tanto le gustaba. Miró por el telescopio y se asombró al ver que había una estrella que se diferenciaba de las otras, brillaba tanto, que Ana recordó el brillo de los ojos de su abuela, soltó una lágrima y con voz quebrada y mirando al cielo dijo: “Prometo que te amaré hasta que la última estrella deje de brillar, te extraño”. Volvió a su habitación y se recostó abrazando el suéter mientras contemplaba aquella estrella que brillaba tiernamente como sus recuerdos.

Deja un comentario